La última bala

La última bala

24 de abril del 2014

@gccristinita

Intento aparentar tranquilidad, pero me resulta prácticamente imposible. Ella, que me conoce a la perfección, se da cuenta y me agarra de la mano con fuerza, queriéndome transmitir todo su apoyo. Su marido me mira orgulloso y asiente con la cabeza para indicarme que todo saldrá bien. Ambos están emocionados también. No pueden evitarlo. Hemos pasado muchas cosas juntos y les estaré eternamente agradecidos, ya que, de no ser por ellos, yo no estaría aquí. De eso estoy seguro.

Cierro los ojos y mil imágenes inundan mi cabeza, todas acompañadas de un aroma que no me he podido quitar. El olor a mar. Diez años son muchos y por tanto, muchas las experiencias vividas. Pero hay un momento que no se me olvidará jamás, por más tiempo que pase y es ahora, en este preciso instante, cuando lo revivo intensamente.

“El agua me golpeaba la cara constantemente, impidiéndome incluso que pudiera respirar. Escuchaba los agonizantes gritos de mis compatriotas que, como yo, luchaban por llegar a la orilla que se veía a lo lejos. La patera estaba destrozada debido al oleaje. No podía ayudarles. En ese momento, mi único objetivo era llegar a la orilla. Comencé a nadar, pero una enorme ola nos envolvió, dándonos latigazos bajo el agua. Cuando logré salir al exterior, tomé una bocanada de aire que me dio la vida y vi la orilla más cerca. Era muy probable que la ola me hubiese arrastrado. Entonces, no escuchaba nada más que el desolador ir y venir de las olas, pero no podía pararme a pensar en los demás y poco podría hacer por ellos. Cada vez me resultaba más difícil dar las brazadas y me planteé darme por vencido. El cansancio hacía mella y me faltaba el aire. Sin embargo, cuando rocé con mis dedos el fondo, sentí que me dio un vuelco el corazón y me dí cuenta de que me quedaba poco, así que hice un último esfuerzo por llegar, nadando con firmeza y con un coraje que nunca pensé que tenía, sacando fuerzas, no sé de dónde. No obstante, me mareé y perdí el conocimiento, no sin antes tocar la arena con mis dedos y saber que me encontraba ya en tierra firme.

No sé cuánto tiempo pasó, pero, poco a poco iba recobrando la consciencia y escuché, como un eco, la voz de una mujer y sentí las palmadas sobre mi cara, que intentaban reanimarme. No sé qué hacían allí y nunca llegué a saberlo, pero cuando abrí los ojos la vi: A la misma mujer que me acompaña hoy y nada más mirarla, supe que estaba en buenas manos, mientras que su esposo negaba una y otra vez con la cabeza.

- No lo podemos dejar aquí - decía ella - De ninguna manera.
- ¿Y qué pretendes? Sólo podemos llamar a la policía y que ellos se ocupen.

Al escuchar la palabra “policía” me estremecí. Si algo me dijeron antes de salir de mi país es que cuanto más lejos de la policía, mejor. Si no, no tardarían en deportarme.

- ¡No, no, no! Policía no - grité asustado, implorando piedad ante esos desconocidos. La mujer me miraba con ternura, comprendiendo mi pavor.

- Lo llevaremos con nosotros - dijo mientras se acercaba a mí.
- ¿Es que te has vuelto loca? Vámonos, antes de que nos vea alguien.

Yo los escuchaba sin entender bien qué decían. Asustado, más bien aterrado por lo que me pudiera ocurrir, temblando por el frío y con dolores por todo el cuerpo. Ya no había vuelta atrás.

- Nos vamos con él. No me perdonaría jamás abandonarlo aquí.
- Es una locura. Lo ayudaremos, si quieres. Pero hay que llevarlo a la policía, al hospital o qué sé yo.

Discutían acaloradamente. Llegué a pensar en levantarme y salir corriendo, pero sentía por ella algo que no me podía explicar, era como si supiera que me estaba ayudando y que si me marchaba, la defraudaría.

- ¿Para qué? ¿Para que lo devuelvan a su país? ¡Podría ser nuestro hijo!

-¡Pero no es nuestro hijo! ¡No lo es! No podemos acoger a todos los inmigrantes. Si quieres, me lanzo al agua y busco al resto. Razona un poco, por Dios.

Abro los ojos y ahí está la pareja que me salvó, los que han sido mis padres durante estos años. Ahora más mayores, más frágiles, pero están. Por suerte para mí, no razonó. Me llevaron a su casa, me cuidaron y protegieron hasta hoy. Recuerdo muchas noches en vela, en las que ella se quedaba conmigo y yo le hablaba de mí y de mi familia. Le enseñaba la foto de mi hijo de cuatro años y de mi esposa. Era la última imagen que veía antes de dormir y siempre soñaba con ellos y que pronto los tendría conmigo.

Ha sido un camino muy duro. He sufrido constantes humillaciones, desprecios, precariedades laborales, rechazos, pero yo ya suponía que no iba a ser fácil. Muchas veces pensé en tirar la toalla, en no luchar más, que me había equivocado, incluso pensé en quitarme del medio. Estaba convencido de que no era esta mi vida y que mi lugar no estaba aquí. ¿Pero por qué no? Me preguntaba una y otra vez. Cuando me flaqueaban las fuerzas, miraba la foto de mi hijo e inlcuso le hablaba y le prometía que lo traería conmigo.

Hoy, después de más de diez años, estoy esperándolos, sin poder apartar la mirada de la pantalla que marca la llegada de los vuelos. Será la primera vez que los vea desde mi partida y estoy completamente aterrado. No sé siquiera cómo me mantengo en pie. Tal vez haya sido la esperanza la que me ha mantenido todos estos años.

Sin embargo, yo soy un afortunado. No todos pueden reunir a sus familias, incluso muchos no pueden llegar. Yo he salido victorioso, con mucho sufrimiento, pero victorioso al fin y al cabo. No obstante, no hay un día en que no piense en todos los que emprenden el peligroso viaje hacia una vida mejor. Cuando oigo las noticias y veo a centenares de personas agarradas a las vallas, con las manos ensangrentadas, aferradas a un imposible, siento mucha pena. Comprendo que tal vez no sean las formas de entrar a un país y que suponga un problema para el mismo y creedme que lo entiendo. Probablemente, si yo estuviera al otro lado, pensaría lo mismo. Pero no desearía a nadie, ni a mi peor enemigo, que se viera en esa situación. Y es que detrás de cada ilegal invasor, hay una persona, hay una familia y hay una historia.

No culpo a nadie. Ni siquiera busco a un culpable. Tal vez haya que cambiar las reglas del macabro juego al que todos jugamos nada más nacer. Un juego en el que hay quienes empiezan en desventaja, sin motivo ni explicación. Así es la vida.

Se abren las puertas y comienzan a entrar los recién llegados. Me pongo de puntillas, pues no veo entre la multitud. No es hasta que no les veo entrar cuando se detiene el tiempo para mí y una mezcla de sensaciones me invade, todas acompañadas por el mismo aroma: el mar, del que nunca me despegaré… Una mezcla de alegría, pena y rabia. Alegría por tenerlos frente a mí al fin; pena por no haber podido estar con ellos todo este tiempo y rabia, mucha rabia por todo, por no haber visto crecer a mi hijo, pues ya es todo un hombre, y por no comprender por qué nos ha tenido que pasar a nosotros.

Corro hacia mi mujer y mi hijo y los abrazo fuertemente, prometiendome a mí mismo, que nunca más me volvería a separar de ellos.

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