13 de febrero del 2014
@ManuelMairal
La violencia habÃa cesado en Al-Bagrameh. Las cimitarras se oxidaban por falta de uso y los soldados habÃan adquirido una condición meramente simbólica. Los enemigos de las ciudades más próximas habÃan aprendido a respetarla y los senderos del desierto hacÃa tiempo que sólo traÃan mercaderes, caravanas de esclavos y heraldos portadores de nuevas de paz.
La razón era simple. HacÃa tiempo que la ley en Al-Bagrameh se regÃa por un misterioso baúl habitado por un genio. El sultán debÃa de poseer siempre dicho baúl, sÃmbolo y emblema del poder real de la ciudad y, al cambiar de dueño, dicho poder serÃa otorgado al nuevo poseedor del baúl.
El problema era que el genio era oscuro y codicioso y anhelaba el bien más preciado que el ser humano poseÃa: el corazón. Cada sultán que pereciera o abdicara, debÃa ofrecer su corazón al genio del baúl, que se volvÃa con el tiempo voraz y ambicioso y exigÃa más corazones y más poder. Pasados los años, nadie salvo el sultán se atreverÃa a acercarse al baúl, y nadie osarÃa cuestionar sus órdenes ni las del genio.
Con el tiempo, los crÃmenes cesaron en los callejones de Al-Bagrameh y la paz y la calma se adueñó del bazar y de las grandes calles de la ciudad, tal era el temor que inspiraba el sortilegio del genio.
No obstante, el baúl se adueñaba de la razón humana y corrompÃa el alma de su poseedor. Sólo un corazón muy puro, decÃa el mito popular, podrÃa dominar el poder de la misteriosa caja.
Cuando el sultán Khale-fesà se hizo con el poder, fue completamente corrompido y se volvió mezquino. La paz se tornó en miseria y la precariedad tomó las calles. La gente comenzó a carecer de alimentos básicos y el miedo al baúl hizo que prefiriesen perecer de hambre antes que robar o delinquir. El comercio de esclavos y la prostitución se convirtieron en el pan de cada dÃa, con el consentimiento del sultán, que se dedicaba a vivir en su suntuoso palacio ahogado en la opulencia, rodeado de concubinas de voluptuosa figura, ofreciendo siempre grandes banquetes que degeneraban en violentas orgÃas, ajeno al malestar del pueblo.
La tradición decÃa que el sultán podÃa ser desafiado a un duelo lingüÃstico, un debate filosófico cuyo juez serÃa el propio genio del baúl. Perder dicho debate implicarÃa para el sultán proceder a su abdicación, lo que supondrÃa arrancarse el corazón del pecho para alimentar al baúl, que pasarÃa a ser posesión del vencedor, quien se convertirÃa en el nuevo sultán de Al-Bagrameh.
Khale-fesÃ, si algo loable poseÃa, era una lengua de plata. Muchos fueron los filósofos que ambicionaron el poder y lo desafiaron. Otros lo desafiaron por motivos más encomiables, al contemplar el malestar del pueblo y tratando de producir un cambio, pero todos sucumbÃan ante la perspicacia del sultán.
-La ley nunca deberÃa de estar por encima del pueblo -lo desafiaba un noble llegado de tierras lejanas-. La ley proviene de la mente humana, de su naturaleza, y en la naturaleza se amolda. ¿Acaso el fuego, elemento natural como la ley, deberÃa estar por encima del pueblo? Si un hombre crea una hoguera… ¿le da derecho utilizar el poder de esa llama a su libre albedrÃo, sin pensar en las consecuencias? ¿Sin otorgarle ese don a los demás?
Khale-fesÃ, escuchaba atento, acomodado en su trono, con el baúl de corazones justo delante. Cuando terminaba el alegato de su contrincante, fruncÃa el ceño, se rascaba el hirsuto cabello, y contraatacaba.
-¿Acaso le concede el fuego poder para llevar a cabo sus designios? Si deja crecer esa llama, si la alimenta… ¿no producirá un incendio incapaz de controlar? El fuego, al igual que la ley, que toda la naturaleza, no puede ser controlado por el ser humano, ni ser destinado a sus designios, porque es algo que nos sobrepasa.
Tras este alegato, el baúl se tornaba de color verde, lo que implicaba, para desesperación del rival venido de allende de las dunas del desierto, que le concedÃa la victoria dialéctica al sultán y que él tendrÃa que morir y entregarle su corazón al baúl. Sólo el dÃa que el baúl se tiñiera de violeta le habrÃa denegado la razón al sultán.
-La ley -argumentaba otro sabio, en otra ocasión- no puede equipararse a la naturaleza, puesto que es una creación humana. Es una herramienta que nos diferencia de los animales. Una sociedad justa, se equipara a lo justa que es su ley. Si fuera como en la naturaleza, ¿no deberÃamos tener en cuenta a los animales para llevar a cabo la redacción de las mismas? ¿No tendrÃan las ratas el mismo derecho que nosotros ante ésta? ¿No tendrÃan dichas ratas derecho a un techo como lo tienen los vagabundos, los mendigos y los beduinos?
El sultán reÃa ante tal argumentación, se carraspeaba la voz y pronunciaba:
-La ley, en efecto, es una creación del hombre. Pero Alá, en su sabidurÃa, nos ha hecho diferentes a unos de otros. Si fuéramos iguales ¿no participarÃan todos en su creación? Las ratas no han participado en la creación de las leyes, por lo que no pueden beneficiarse de su protección; los vagabundos, los mendigos y los beduinos no han participado tampoco en la creación de dichas leyes, por lo que tampoco pueden beneficiarse de ellas ni pueden pretender un techo en base a unas normas que ellos no han construido y que consideran injustas.
Una vez más, el baúl se teñÃa de verde y el orador desesperaba al tener que sacrificarse para aliementar al codicioso genio del baúl.
Con el tiempo, corrió el mito de que el sultán estaba tocado por la mano de Alá y que era su voluntad que siguiera en el poder toda su vida, derrotando a todos los rivales que lo desafiaran, por lo que trascurrieron los años sin que nadie lo retase.
HabÃan transcurrido diez años desde que Khale-fesà alcanzara el trono cuando una noticia corrió de boca en boca por todos los habitantes de la malograda ciudad: un nuevo sabio habÃa acudido a Al-Bagrameh para desafiar al sultán, después de varios años sin que nadie se atreviese a hacerlo. ¿HabrÃa perdido práctica oratoria el mezquino adalid? ¿SerÃa derrotado en esta ocasión?
No obstante, la desilusión se apoderó del pueblo al comprobar que aquél que desafiaba al sultán no era más que un muchacho que apenas pasarÃa la veintena, que vestÃa ropajes empobrecidos y que de sabio tenÃa lo mismo que los buitres del desierto.
Al verlo entrar en la gran sala de su exuberante palacio, el gesto del sultán, al principio adusto, se convirtió en una ufana muestra de jovialidad y de incrédula diversión al ver quién era su contrincante. Tras señalarlo a su visir y soltar una carcajada, el duelo comenzó, tras presentarse el joven como Cafúun.
-¿Eres consciente, Cafúun, de que perder este duelo implica la muerte? Me veo obligado a acceder, puesto que asà lo establece la ley del baúl, que indica que debo rebajarme a debatir con todo aquél que asà formule su deseo. No obstante, nadie de tu calaña se habÃa atrevido jamás a desafiarme.
Cafúun, humilde, inclinaba la cabeza, y respondÃa.
-Es muy gentil de vuestra parte, alteza, acceder a mi petición. Pues es bien sabido por los que me conocen mi preocupación por el pueblo y por su bienestar, toda vez que vos lo habéis desatendido a vuestro antojo y le habéis dado la espalda, amparado en unas leyes que decÃs conocer y respetar.
Encolerizado ante la perspectiva de que un beduino del desierto le hablara asà ante toda su corte, Khale-fesà respondió.
-¿Te atreves a poner en duda mi conocimiento de las leyes y mi control sobre ellas? Ignoras, habitante del desierto, que las leyes son creaciones del hombre, y que no puede equipararse con el fuego, con el mar o con la pobreza, toda vez que están diseñadas para separar al rico del pobre, al sin techo del opulento y a la rata del hombre.
Cafúun escuchó impertérrito su argumento y contraatacó.
-Su majestad enlaza el origen de la ley con la posesión de la riqueza y olvida el origen de ésta: el consentimiento del más pobre. La ley está construÃda por el hombre para satisfacer sus necesidades y si es el hombre rico el que la crea, no es sino porque el pobre lo permite. Toda vez que el pobre supera al rico en número, si olvidase sus temores, si se alzase, el rico no tendrÃa más remedio que amoldar su ley al pobre. Porque el rico olvida que existe la ley para servir a su pueblo, dado que es una creación humana y toda creación humana tiene un objetivo. Al igual que por mucho que pueda perder el control del fuego, la intención del hombre al encender una hoguera es calentarse, igual que crea la ley con objeto de impartir justicia. Pues eso es lo que su majestad ha olvidado: el objetivo primordial y natural de la ley, que no es otro que servir a la justicia y al desfavorecido.
La corte entera habÃa enmudecido ante el alegato que aquel joven de apariencia humilde habÃa enarbolado. El sultán, incrédulo, era incapaz de decir nada. Pero el sobrecogimiento se apoderó de la gran sala de palacio al contemplar cómo el baúl de corazones se tornaba de color violeta, lo que implicaba que le daba la razón a Cafúun y le otorgaba el poder real sobre Al-Bagrameh, a la par que condenaba a muerte a Khale-fesÃ.
El sultán palideció y cayó al suelo, horrorizado, anquilosado el cuerpo y con expresión abatida.
El visir se acercó a Cafúun, incapaz de contener su preocupación ante la perspectiva de que un mendigo fuera a convertirse en el nuevo sultán.
-La ley de la ciudad estima que debes ser el nuevo gobernante, a la par de poseedor del baúl. Mas ¿cómo es posible que tú, un beduino del desierto, hayas podido derrotar al sultán, cuando durante diez años vinieron sabios procedentes de todos los rincones del mundo, sabios que se habÃan formado en las más exquisitas bibliotecas y escuelas de filosofÃa y ninguno fue nunca capaz de rebatirle nada?
Cafúun se dirigió al visir, sin perder ni un ápice de humildad al hablarle.
-Veréis, visir, yo he vivido entre la inmundicia toda mi vida y he adquirido otro tipo de sabidurÃa que no se adquiere en ningún templo. Sé lo que es no tener un techo que te cubra; sé lo que es la imposibilidad de encender un fuego; sé lo que es ser más pobre que una rata. Y, lo más importante, sé cuál es la diferencia entre poseer un baúl lleno de corazones y tener un corazón que late en el pecho.