El brazalete de Baphomet (Parte 1 de 2)

El brazalete de Baphomet (Parte 1 de 2)

14 de enero del 2014

@ManuelMairal

-Te haces mayor, Juan. Nunca pensé que serías incapaz de seguir el ritmo de una chiquilla.

-Estoy perdiendo facultades, no lo niego –contestó el molinero abriendo un matojo de arbustos a manotazos para hacerse camino.

Su prometida reía mientras danzaba entre los pinos con jovialidad. Como amante de la naturaleza que era, Beatriz estuvo encantada cuando su amado le propuso realizar aquella ruta por el Cordel de Guadalcanal. El jornal de Juan no le daba para conseguirle grandes joyas y vestidos como habría deseado fervientemente el molinero, por lo que trataba de hacerla feliz en todo lo posible.

Naturales del pueblo pacense de Azuaga, Juan y Beatriz contraerían matrimonio con la llegada de la primavera, el buen tiempo y las cosechas. Habían mantenido una relación breve y fugaz, pero Juan tenía claro que la amaba. Al ser también de clase baja, la familia de Beatriz no vio con malos ojos la proposición de matrimonio del molinero, conscientes de que, a pesar de su baja alcurnia, podía proporcionarle una vida placentera y colmada de dicha.

-La vista es espectacular –dijo una sonriente Beatriz, sentada a la sombra de un abeto enorme, cuando el molinero llegó hasta ella.

-No cabe duda –corroboró éste, agazapándose a su lado.

Desde el límite del sendero, se extendía ante sus ojos una hermosa vista de Sierra Morena.

-¿Cuándo llegará esa otra sorpresa que me prometiste?

-Muy pronto, Beatriz. Muy pronto.

A Beatriz le entusiasmaban las figuras de porcelana. Tenía figuras que representaban a jóvenes chinas, árabes, aztecas, así como una colección de hadas, duendes, troles y lo que más le gustaban, los enanos. Juan había encargado a su amigo Ramón Cienpiés, el mejor fabricante de figuras de porcelana de Azuaga, el más hermoso de los enanos para regalar a su amada. Porque, aparte de las figuras de porcelana, a Beatriz también le encantaban las sorpresas.

-Espero que no tenga nada que ver con tu tío loco, Edmundo –bromeó Beatriz-. No sé cómo puedes vivir con él, con esa manía que tiene de ver demonios y magia negra por doquier; el libro ilustrado que tanto le gusta es verdaderamente taimado-. El tono, jocoso al comenzar, había derivado en un murmullo tenue y escalofriante que devengó en apenas un siniestro susurro.

En ese instante, Juan recibió la llamada de la naturaleza. Con rubor, se disculpó y se alejó de aquella esplendorosa vista, adentrándose en el bosque y ocultándose entre los matorrales, bien lejos de Beatriz y desde donde ésta no pudiera verlo.

Mientras orinaba, la mente de Juan divagó hasta posarse en su tío Edmundo. Siempre había sido raro, no cabía ninguna duda, pero lo cierto es que con el paso de los años se había vuelto huraño y siniestro y se había obsesionado con la magia negra y la brujería. No obstante, Juan no podía llevarle la contraria. De bien nacido es ser agradecido, decía el refranero español, y el tío Edmundo lo había acogido hacía ya muchos años, desde que sus padres fenecieran en aquél espantoso incendio.

Hacía frío. No se había dado cuenta de lo oscura que era aquella parte del bosque.

Súbitamente, algo llamó su atención entre los matorrales. Algo brillante. Juan se subió los pantalones y se cerró el cinturón para, acto seguido, agacharse y remover los zarzales.

Era un brazalete. De eso no cabía duda alguna. El corazón de Juan se llenó de júbilo. Por fin podría regalarle algo de verdad a Beatriz, algo digno de encumbrar su enlace.

Lo sostuvo entre sus manos y lo observó con detalle. Apenas pesaba. Lo cierto era que se trataba de un brazalete realmente extraño. Tenía joyas incrustadas por toda su superficie, y lo coronaba una contundente gema escarlata en la parte más amplia de la reliquia.

Aquella joya debía valer una fortuna. Era brillante… deslumbrante. ¿De dónde habría salido? Probablemente lo habría perdido algún importante señor o algún rico mercader que paseara tiempo atrás, por aquellos bosques…

-¿Juan? –la voz de Beatriz llegó de entre los árboles, susurrante como el viento, lo que lo sacó de su ensimismamiento con un sobresalto. Sin darse cuenta, llevó la mano a su bolsillo y ocultó su reliquia.

-¿Estás bien? Estabas tardando mucho, empezaba a preocuparme.

Se dio cuenta de que llevaba más de media hora ensimismado con su hallazgo.

-¿Te encuentras bien? Te noto raro. ¿Has visto algo?

Estaba oscureciendo. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo.

-No. No he visto nada.

Cuando llegaron a Azuaga, la noche se había cernido sobre el pueblo. Juan acompañó a Beatriz a su casa, despidiéndose de ella con cortesía en el portal, ante la atenta mirada de sus padres.

Cuando llegó a su casa, encontró al tío Edmundo enfrascado en la lectura de su libro sobre demonología.

-Ya he llegado, tío Edmundo –dijo casi sin mirarlo. Tenía prisa por llegar a sus aposentos y observar su descubrimiento, el cuál había permanecido oculto en su bolsillo toda la tarde.

El brazalete volvió a deslumbrarlo. Lo observó durante varios minutos y se lo deslizó en la muñeca con un rápido desliz. Le sentaba bien. Le daba porte de rey, de duque o de arzobispo.

Juan durmió toda la noche sin quitárselo. Soñó que era un poderoso mecenas y que vivía en el reino de Aragón, en la corte del rey. En mitad de la noche, el sueño se tornó negro y oscuro. Lo último que recordó al despertar fueron los matorrales en los que había hallado el brazalete, un enorme incendio, como aquél en el que habían perecido sus padres, y una risa taimada y desalmada que resonó en su cabeza como el eco.

Estaba empapado en sudor, nervioso y asustado, pero tenía que ir a trabajar al molino. Se vistió con avidez y se dispuso a salir. No obstante, observó el brazalete antes de partir y se puso a cavilar. No quería que nadie lo viera. Era su secreto, su reliquia; era su bien más preciado y no deseaba compartirlo con nadie. Por no hablar de la más que probable codicia que podría despertar en todo aquél que lo viera, codicia que podía desembocar en crimen. Por todo aquello, cogió dos guantes de cuero y se cubrió ambas manos. No salió de su casa hasta constatar que no se notaba la forma del brazalete bajo el guante derecho.

Mientras salía del pueblo, observó al anciano Adolfo, que vivía en la última casa del pueblo. Como siempre, el anciano estaba sentado en una silla, fumando tabaco en una pipa, ese extraño invento que habían traído los navegantes del otro lado del mundo. Como si notara algo extraño en él, Adolfo se dirigió a Juan con voz trémula.

-Hay algo diferente en ti, muchacho. Algo oscuro. Ese tío que tienes os va a llevar a los senderos del Averno.

Y, dicho esto, se santiguó. Juan intentó ignorarlo, nervioso. ¿De verdad había visto algo raro en él, algo diferente? No era la primera vez que el viejo Adolfo se dirigía a él o a cualquier otro con palabras tan sombrías.

La jornada de trabajo en el molino transcurrió con normalidad, pero a Juan le pareció una eternidad. Estaba nervioso, y las palabras del anciano le habían perturbado. Deseaba ver a Beatriz lo antes posible para constatar que todo seguía bien.

Cuando regresó al pueblo, se dirigió a casa de su amada en lugar de ir a la suya. No le importaba estar sucio tras el trabajo, necesitaba verla. Era un ímpetu apremiante que le nacía de dentro, una necesidad imperiosa de verla cuanto antes. No era la chispa que sentía cualquier enamorado que desaba ver a la mujer amada; era algo más, algo inexplicable.

Sin embargo, vio a su madre en el umbral. Y su mirada le indicaba que algo iba mal.

-¡Desalmado! –gritó ésta al verlo-. ¡Lujurioso! ¿Cómo te atreves a venir aquí?

Juan se quedó estupefacto, sin comprender el porqué de aquella reacción. El padre de Beatriz salió justo detrás.

-¿Cómo eres tan impresentable de venir aquí después de haber regalado algo tan horrible a nuestra hija? –preguntó con vehemencia su padre-. ¡No vuelvas a acercarte a ella!

Beatriz asomó justo detrás de ellos. Estaba asustada y de la expresión de sus ojos se deducía que había llorado. En sus manos llevaba un fajo. Su padre cogió dicho fajo y lo arrojó a los brazos de Juan y, después, metió a su mujer y a su hija dentro de casa, dando un portazo al cerrar.

Aún enmudecido por la conmoción, Juan quitó el trapo que cubría aquél fajo. Era el enano de porcelana que le había encargado a Ramón Cienpiés. Un enano, en apariencia normal. Sin embargo había algo en su cara. En sus ojos. Unos ojos fríamente azules… un bigote y una barbilla de chivo redondeaban una enorme boca de dientes afilados y sucios que dejaban ver una lengua aguda y asquerosa. Pendientes colmados de joyas adornaban sus orejas puntiagudas.

Ciertamente, era una mirada de lujuria y de maldad. Entre sus manos, aquel enano llevaba un afilado puñal ensangrentado.

No sabía por qué su amigo había hecho aquello. Pero aquel enano era espantoso, y producía escalofríos mirarlo a los ojos durante más de unos segundos.

Compartir en: